Cualquier producción de uno de los grandes directores de la historia del cine despierta expectación. Tras su notable versión de West side story, Steven Spielberg vuelve a la gran pantalla con Los Fabelman. Un relato de corte autobiográfico en el que el séptimo arte tiene mucho peso. Tanto como el sacrificio que requiere la consecución de los sueños propios o el hecho de madurar.
Una gran mentira
La primera escena de la película marca el tono general que se desarrollará desde ese instante. Una proclama de amor cinéfila en la que Burt (Paul Dano) y Mitzi (Michelle Williams) Fabelman explican a su hijo Sammy (Mateo Zoryan Francis-DeFord niño y Gabriel LaBelle adolescente) que las películas son una ilusión. Puede que estas tengan consecuencias reales, pero en el fondo son una bella mentira.
Este concepto parece trasladarse al resto del film y desde luego lo hace a las películas de Sammy. Spielberg cuenta su historia sin hacerlo del todo. Al fin y al cabo, se basa en experiencias del director y estas en su memoria, que como dijo Primo Levi es muy falible. De ahí que haya un acaramelamiento general en la familia Fabelman que puede llegar a descuadrar en el primer acto. Esto se torna claro en el personaje de Mitzi, mujer atormenta y tendiente al desequilibrio.
De la fase más infantil de Sammy a su adolescente, esos elementos familiares que se acercan peligrosamente a la diabetes mutan. Acompañando a la evolución de la psique del joven protagonista, lo perfecto deja de serlo. Es uno de los temas que el propio Spielberg destaca sobre The Fabelmans: muestra como se descubre que los padres son personas.
Metacine y perdón
De los tres actos de Los Fabelman, el primero se ubica en la costa este y corresponde a la infancia feliz. El segundo va a Arizona y enseña el cénit de la familia así como el inicio de su decadencia. Finalmente queda Los Ángeles, donde el rito de madurez y perdón de Sammy se completa. El ser capaces de perdonar, sea a acosadores antisemitas o familiares cercanos, es otro de los grandes temas de la película.
La capacidad de errar de sus mayores se le planta en la cara a Sammy, que debe tomar la decisión de perdonar y seguir adelante o quedarse atrapado en su inquina. Lo que es la adolescencia, vamos. El chaval articula sus discursos y conflictos a través de una cámara. De las mentiras que con esta genera.
Desde la recreación de la escena que le impacta de niño a un vídeo escolar, pasando por un montaje de unas vacaciones que lo cambiarán todo, el cine es la forma de Sammy de lidiar con el mundo. De influir en él, de ser performativo en la realidad. La visión de The Fabelmans es la suya y, por extensión, la de Spielberg. Hay romanticismo, pero es menos exagerado que la ñoñez inicial de la familia. En buena medida, esto ocurre por el fugaz pero significativo papel de Judd Hirsch como el tío Boris. Artista de circo, deja claro al protagonista que los sueños cuestan algo, ya sea soledad, aislamiento o romper fantasías idealizadas.
Un reparto y una fotografía perfecta para un argumento trastabillado
Kaminski vuelve a dejar planos dignos de escuela de cine una y otra vez. Viejo colaborador de Spielberg, la combinación de ambos sigue siendo de una efectividad y pulcritud notable. También el reparto hace su parte, destacando una Michelle Williams que logra ser tan inaguantable como el guion requería. Dano muestra un estilo estoico que contrasta con la cercanía del mejor amigo de la familia, el Bennie de Seth Rogen. David Lynch como Ford es un cameo de calidad. El resto de los intérpretes están igualmente a la altura.
Sea como fuere, Spielberg quería hacer un relato familiar universal y ahí falla, ya que se trata de un film personalísimo. El tono exagerado e hiperventilado de los diálogos, aunque acabe sosegándose, puede ser difícil de digerir y no ayuda a situar al espectador. No se termina de definir en lo cómico o en lo dramático. Encaja con ese acompañar a Sammy en su evolución, pero rechina.
Los Fabelman es un producto que solo una leyenda en vida como Spielberg puede permitirse realizar y salir airoso. Recrea su propio mito, se da un autohomenaje y regala a sus fans una visión de lo que le llevó a ser lo que es hoy. Un lujo que sin el apellido del cineasta perdería enteros. Sin embargo, labrarse un nombre sirve precisamente para poder hacer lo que a uno le de la gana y eso es exactamente lo que ha hecho el rey Midas.