El último mesías del cine comercial ha vuelto. Christopher Nolan se adentra en las tierras del biopic en Oppenheimer para tratar al personaje homónimo. Con su habitual preponderancia de forma sobre contenido, genera un relato fragmentado de gran impacto visual. Un trabajo muy del director, con los pros y contras que eso supone, que vuelve a lograr entretener a pesar de alargar la película hasta las tres horas.
Una opción narrativa implosiva
Al igual que el mecanismo con el que la bomba de fisión Fat Man, la que destruyó Nagasaki, Oppenheimer concentra todas sus fuerzas implosivas en un único punto. Los explosivos argumentales se entremezclan como las lentes de detonación hasta llegar al momento bombástico tan anunciado por productora y director. Estos usan un recurso sencillo: blanco y negro para cuando dominan los ojos del protagonista, espectro completo cuando no.
Las disquisiciones del senado en torno a dejar a Strauss ser Secretario de comercio de EE.UU., la visión personal de Oppenheimer a lo largo de décadas y la investigación que le denegó al científico su autorización de seguridad componen una terna de arcos entrelazados. Las primera y la última son elementos más lentos, de cine judicial y político. Al tiempo, la segunda sirve como reactor rápido con tendencias biográficas.
Durante algo más de media hora se da una salva inicial con mucha figuración atómica. Se salta de recuerdos a comisiones de investigación con agilidad. Luego llega un valle hasta el momento de la prueba atómica. La tensión, que tan bien domina Nolan, se juega con tanta maestría como en Chernobyl. Aquí y en la serie se sabe trabajar sobre un clímax que ya conoce el público sin que esto afecte a la narración.
El tramo final es una respuesta necesaria a las respuestas abiertas por el resto de la película. Ligero giro, seguido de una aplicación de justicia poética que no se sale del manual pero tampoco descuadra. Como es habitual en Nolan, prima el montaje, el que parezca que está pasando siempre algo aunque no, sobre el fondo. El trabajo visual, en todo caso, es encomiable.
Diálogos que a veces sí, a veces no
Nolan parecía apostar por hacer de Oppenheimer su La red social. Sin embargo, aunque el entretenimiento no llega a anularse en ningún momento, no llega a la altura del que quizá sea el trabajo más atinado de Fincher. En el inicio, como se ha dicho, el biopic funcionaba apoyado en un vibrante montaje. Los personajes famosos bailaban por la pantalla uno tras otro.
Hay un problema recurrente en los diálogos de la parte coloreada de Oppenheimer. Estos llegan cuando se repite hasta la saciedad que es un genio. Que es el mejor. Que es ÉL. Aquí le pasa algo parecido a Barbie, curiosamente. La humildad forzada siempre chirría y es lo que ha querido imponer Nolan sobre su personaje principal.
En ocasiones, también pretende buscarse a sí mismo. No es un secreto el reconocimiento que siente Nolan con el científico. Las fobias, los miedos que tiene, son compartidos. Por eso, no puede dejar pasar la tentación de que Oppenheimer se pregunte quién contará su historia. Ocurre, de una forma u otra, más de una vez. A pesar de esto y la tendencia del último tramo al zasca, el libreto se sostiene con más solvencias que problemas.
Los personajes siguen siendo de Nolan
Centrado en el cómo contar qué pasa que en el quién, Christopher Nolan sigue sin dar lugar a personajes de construcción poderosa. El trabajo de insuflar alma a estos recae en el reparto. Una tarea que cumplen con creces. Cillian Murphy se enfrenta a una infinidad de planos de mirada intensa. La cámara se centra en él y su mirada gélida. Un comportamiento obligado para dar vida al personaje que le tocaba. Con campo para adaptárselo, logra sostener de forma sistemática el guion.
Matt Damon y su militar Leslie Grove forman un buen dúo con Murphy y Oppenheimer. Lejos de la intelectualidad de este, muestra la necesaria disciplina marcial. Otra pata poderosa en el banco de la película es Robert Downey Jr., que saca sus mejores maneras para dar vida al taimado Lewis Strauss. Así quedan consolidados los roles arquetípicos del científico, el soldado y el político.
Alrededor hay una miríada de papeles más. El mundo masculinizado de Oppenheimer, y Nolan, apenas da espacio al protagonismo femenino. Por ello, Emily Blunt hace lo que puede como esposa del gran genio. Mezcla de madre y perro de presa, su unidimensionalidad es más marcada todavía que en el caso de ellos. Algo que se remarca en especial en la Jean de Florence Pugh. Interés romántico del personaje principal, termina siendo poco más que una muñeca sexual, un disparador de la culpa del gran J. Robert. No es que fuera necesario darles un cariz que no tuvieran históricamente, pero hasta Nolan, con su gran dificultad en este apartado, podría haber hecho algo mejor.
Entretenimiento para amar la bomba
Oppenheimer es una cinta sobre un personaje mayúsculo en la historia de Estados Unidos. Fuera no es desconocido, pero no existe esa ligazón nacional. Ellos tiraron las bombas, después de incendiar medio Tokio, que masacraron a cientos de miles de la forma más eficiente posible. No fue el resto del mundo. Es su aportación a la historia. Así, el prometeico trauma del protagonista, el director y EE.UU. no tiene el mismo impacto aquí que allí.
Pese a ello, el film tiene la capacidad de funcionar de forma independiente. Su mezcla de biografía y drama judicial con pepinazos atómicos es inestable pero poderosa. La universalidad del mensaje sobre muerte y destrucción se diluye en la forma que sostiene a Oppenheimer. Es así un entretenimiento de gran formato. Uno de esos films que quieren ser grandes y consiguen serlo. No una obra maestra, pero sí un producto de cine comercial disfrutable.