Recuerdo cuando era niña y mi amiga Cristina y yo nos reuníamos para jugar al modo multijugador de Super Mario Bros o de Mario Kart. Podíamos pasarnos horas robándonos estrellas o haciendo carreras de soles. Era muy divertido. Pero, a pesar de que durante nuestros encuentros en el pueblo hacíamos millones de planes más, cuando cogíamos la Nintendo DS siempre había una voz de adulto de fondo que juzgaba esa elección.
Jugar a la consola era peor que leer, escuchar música o, por supuesto, peor que hacer cualquier tipo de actividad al aire libre. Incluso era peor que ver una película o una serie. O jugar una partida de cartas. De hecho, probablemente (a excepción de drogarse), los videojuegos eran sencillamente lo peor. Desde luego no una actividad cultural que fomentase la creatividad o que fuera intelectual.
Los videojuegos no son cosa de niñas
Además del rechazo de los adultos a este tipo de entretenimiento (que aún así consentían, todo hay que decirlo), apenas recuerdo que otras amigas se divirtieran de esta forma. Hace 20 años las mujeres que utilizaban los videojuegos eran muchas menos que los hombres. Según la Asociación Española de Videojuegos en 2004 apenas un 33% de los usuarios de las videoconsolas eran mujeres. En la actualidad este dato ha cambiado, siendo el porcentaje mucho más equilibrado. Pero, no nos engañemos, se trata de un equilibrio ficticio.

Porque mientras ellos juegan a Fortnite, ellas lo hacen al Candy Crush. El primero, un pasatiempo en grupo, un plan en sí mismo. El segundo, un entretenimiento al que recurrir esporádicamente, para llenar vacíos, para matar el tiempo. Una especie de casualidad. Los hombres y mujeres hemos concebido de una forma tan diferente los videojuegos que, en la actualidad, mientras un hombre invita a echarse un Battlefront a otro a viva voz, una mujer ridiculiza su partida de Los Sims con frases como “a mis 25 años y jugando a esto”.
Ya lo dijo la actriz America Ferrera, intérprete de Gloria en Barbie, en una entrevista: para ellos los pasatiempos de la infancia siguen siendo lugares a los que les es legítimo volver. En cambio nosotras debemos de crecer y olvidarnos de nuestras muñecas, nuestros tamagochis y nuestros furby, que para eso ya tenemos o deberíamos tener bebés de verdad.
Por qué amar los videojuegos
Cuando una niña se pasa toda su vida bajo estos dogmas los videojuegos, por mucho que le gusten (y precisamente por eso), se convierten en fuente de culpabilidad. Culpabilidad incluso cuando no hay otra cosa que hacer. Culpabilidad cuando una decide emplear una tarde de domingo en jugar y no en leer o en ir al cine.
Pero los videojuegos, una termina dándose cuenta, son exactamente igual de válidos que un libro o una película. Porque, al igual que ellos, también cuentan historias. Historias como la de The Last of Us, que ha acabado convirtiéndose, precisamente, en una serie. O como la de Hellblade: Senua’s Sacrifice, un juego que narra cómo Senua, una picta con psicosis, se adentra en las profundidades del infierno de Helheim para rescatar el alma de su difunto amado.

Senua’s Sacrifice es además un ejemplo perfecto para ilustrar lo inmersivo que puede llegar a ser un videojuego. Porque, al igual que Senua, el jugador experimentará lo que es tener múltiples voces en la cabeza o lo que es no poder distinguir la realidad de la ficción. Empatizar con una persona psicótica se convierte así en un requisito obligatorio para transitar por los mundos del infierno nórdico. Y empatizar con una persona que ha pasado por una depresión es lo que ocurre, por otra parte, con Gris, videojuego que narra cómo una chica recupera la voz que previamente había perdido.
Un videojuego también puede ser, al igual que cualquier otro formato cultural, una puerta de entrada a otro mundo. Con sus propios lugares, sus propias reglas y sus propios habitantes. Es el caso de juegos de mundo abierto. Skyrim, The Legend of Zelda: Breath of the Wild, Red Dead Redemption o Hogwarts Legacy son algunos ejemplos. Diferentes universos en los que el jugador pierde la noción del tiempo y vive auténticas aventuras.
Por otra parte, están los juegos que nos permiten vivir en un mundo más parecido al real, pero que podemos cambiar a nuestro gusto. Los Sims, por ejemplo, nos dan la posibilidad de vivir en la casa que jamás podremos comprar. Más aún: nos permite imaginar una vida entera. Porque los videojuegos también son eso: imaginación. Imaginación para crear la vivienda de nuestros sueños, imaginación para trazar una historia familiar digna de un culebrón turco, imaginación para, como en el Animal Crossing, crear una ciudad o una línea de ropa.

Un reencuentro con la infancia
Hace años hubiera ocultado o hubiera dicho con vergüenza que me pasé el mes de mayo jugando a Hogwarts Legacy. Y, aunque es verdad que hay que cuidarse de una inmersión que nos aleje demasiado del mundo real (todo exceso, ya se sabe, no es bueno), hoy digo en alto que aquellas semanas me las pasé recorriendo las Highlands e investigando los rincones de la escuela a la que siempre quise ir. Reivindico el valor de los videojuegos ante mi yo adolescente. Les defiendo. Les hago un hueco junto a mis libros. Y les abrazo como viejos amigos de aquella infancia de videojuegos de chicos (pero ya nunca más).