Hay quien cree que, ante todo, el cine es un arte. Una visión loable pero también un poquito naif. Porque el séptimo arte es esencialmente una industria. Obtener una buen crítica está genial. Lograr una buena taquilla, mucho mejor. Por eso hay productores y directores denostados que por las noches se dedican a secarse las lágrimas que generan los ataques de los puristas con billetes de cien. Michael Bay es el máximo adalid de ello en Hollywood y su saga Transformers un ejemplo perfecto para explicar su multimillonaria fórmula.
Cámaras lentas, explosiones y planos aberrantes
Desde que comenzara su andadura con Bad Boys las señas de identidad del director nacido en Los Ángeles han estado claras. Una ecuación que ha generado megahits continuos. Las cinco películas de robots que dirigió mostraron el apogeo de Bay. El universo todavía se expande a través del spin-off Bumblebee y sus secuelas, más cercanas a lo que Steven Spielberg imaginó cuando lanzó todo el asunto desde la producción ejecutiva.
Atacando al público joven masculino como tanto le gusta, el código visual del angelino bebe de la posproducción. No en vano, entre sus inversiones están empresas de producción y efectos como Digital Domain. Ya desde el principio de su carrera supo ver, como otros antes que él, que el cine de gran consumo es sobre todo un espectáculo. Las explosiones son espectaculares. Uno más uno suman dos.
Como en Los Simpson, casi cualquier cosa puede hace «boom» en una peli de Bay y especialmente en la saga Transformers. Sin embargo, una explosión por sí misma no es suficiente. Para realzar los efectos prácticos o digitales Michael se vale de cámaras lentas por doquier y planos aberrantes como si no hubiera un mañana.
Ralentizar el tiempo le sirve al director para realzar el fuego y los cachivaches volando. Pero también para controlar el ritmo del resto de escenas. Las peleas y las secuencias de acción robóticas se benefician de que todo ocurra lentamente, dejando planos espectaculares. Asimismo, las presentaciones de personajes o las cuestionables tomas de mujeres con ropa ajustada quedan mucho más cool con segundero tomándoselo con calma.
Los planos holandeses o aberrantes son aquellos tomados con ángulo sobre la horizontal. En otras palabras, inclinados. Un elemento más para aportar dinamismo y molonidad a cualquier ocasión. Bay suele usarlos para narrativas triunfales, en los que la cámara toma un camino retorcido para mostrar a los protagonistas desde atrás contemplando una fantasía de CGI.
Escatología, banderas y lascivia como narrativa única
Para que el notable control de la técnica de Bay surja efecto hace falta también que lo narrativo cumpla. Es por este lado por el que más palos le suelen caer al pobre. Sus trabajos siempre se trufan de un humor básico que no duda en caer en lo escatológico y sexual. En ese sentido, resulta inolvidable la escena de un robot conejeando la pierna de Megan Fox.
Vergüenza ajena da, pero resultado también. Estos continuos chistes verdes y adolescentes se unen a personajes que son caricaturas estereotipadas. Dos policías rebeldes o, sobre todo, Pain and gain son trabajos de Bay más allá de Transformers en los que también se puede ver esta tendencia. En la saga robótica está el Seymour Simmons de John Tuturro como muestra más evidente del asunto. Los estereotipos que han hallado más críticas han sido aquellos que afectaban a minorías.
Las películas de Michael Bay están tan centradas en el público estadounidense como las canciones de Bob Dylan, aunque desde perspectivas. El angelino opta por atacar el sueño húmedo de los chavales (y no tan chavales). Así, no duda en poner en pantalla a mujeres jóvenes de gran atractivo en escenas que muestran bastante explícitamente sus cuerpos. Megan Fox haciendo de mecánica es el ejemplo más claro.
Junto a esta visión troglodítica de la mujer se sitúa un patriotismo básico y efectivo. El globalismo occidental hace que cualquier público occidental se coma las exaltaciones a las estrellas y barras sin demasiada complicación.
Una atizada saga que llevó la fórmula Michael Bay al extremo
Las cinco películas que Paramount y Michael Bay realizaron tuvieron un presupuesto de más de 1.000 millones de dólares. La caja, casi 5.000. Todo es estratosférico en la saga Transformers, de la ranciedad a la espectacularidad. Mientras una mayoría de la crítica les daba la gente se hartaba de ir al cine y verlas. Spielberg le recomendó parar en la tercera pero las distribuidoras le convencieron para seguir. Incluso cuando la fórmula se agotó con El último caballero, se llegaron a casi 700 millones de recaudación haciendo que las pérdidas que sufrió el film no fueran preocupantes.
Más allá de elementos como el uso de los personajes femeninos y de algunas minorías, que sí sobrepasan a ratos el umbral del mal gusto, la crítica profesional ha mostrado con ellas el elitismo del que suele hacer gala. Como obra de arte, la saga Transformers no es nada. Como producto industrial, es una maravilla contrastada por hechos.
Michael Bay, a diferencia de otros directores, no engaña. No vende una imagen elevada e intelectualoide. No es un talibán de su estilo y cuando el equipo de Bumblebee decidió cambiar el tono hacia un cariz más narrativo, apoyó la decisión desde la producción. Hace películas para entretener sobre todo a los adolescentes y para que funcionen en taquilla. Como dice su parodia en Epic rap battles of history, el cine va de p*** dinero. Para ello, nadie como el angelino de las explosiones de oro.