‘La peor persona del mundo’ y los males de una generación que cumple los 30

Una comedia antirromántica para diseccionar una crisis vital y generacional.
Fotograma de La peor persona del mundo una obra cultural sobre perdedores y el fracaso vital

Que Joachim Trier está tras la cámara y Eskil Vogt con él en el guion se hace claro en los primeros instantes de La peor persona del mundo, que cierra la trilogía de Oslo. Un film que se presentaba como una comedia romántica de pizpireta protagonista, pero que acaba siendo un mazazo tras otro con lo millennial como epicentro. El director noruego ha sabido captar los males de esta generación desde el principio, con la distancia que le da llevarse unos cuantos años con ella. También el haber sufrido la crisis de los 30 que navega, como puede, su protagonista. Lo universal de este salto vital y lo particular de los hijos del milenio se unen en los 12 capítulos, el prólogo y el epílogo que componen una de las grandes películas que dejó 2022.

Lo tengo todo papi, pero no me vale

Durante el prólogo una narradora, al estilo Trier, nos habla de Julie (Renate Reinsve). Un ágil montaje muestra cómo escoge el camino que parece más difícil, así como más estándar, porque debe ser así. Por eso elige estudiar medicina. Podría haber sido arquitectura o una ingeniería. Cualquiera de esas carreras que los padres de quienes han nacido desde los 80 a mediados de los 90 consideran que son de bien.

No llena a una joven que, como tantos, ha vivido con la obligación de buscar sentirse realizada como dogma de fe. Por ello realiza un cambio. Luego otro. Y otro. La juventud va pasando y sigue siendo una adolescente. Una cría. Las posibilidades son infinitas, el apoyo externo es grande, y eso destroza a esta generación. Julie siente la necesidad de creer que tiene claro qué quiere hacer. Lo dice, lo repite, insiste en ello. Es una privilegiada. Se tira a quien quiera, va a fiestas, disfruta sin parar y, sin embargo, dentro no tiene más que vacío.

En su vagar, durante el primer capítulo, halla algo de estabilidad con el cuarentón y dibujante de cómics Aksel (Anders Danielsen Lie, con papeles en toda la trilogía de Oslo). Como a tantas personas, esta tranquilidad le aburre a ratos. No hay que profundizar mucho más en el film para ver por qué Julie se percibe como la peor persona del mundo. Se siente juzgada y el dictamen que se asigna es ese. Su novio, su familia o la sociedad le exigen y ella, simplemente, se deshace. Le pasa como a Fleabag. Puede asumir que la dirijan, pero no tomar el control de su vida. Al tiempo, no quiere sentirse mangoneada. El sino inequívoco de la generación millennial.

Los límites de la decencia

Enamorarse de un heteropatriarca suave le gusta a la protagonista durante un rato. Él es mayor, tiene estabilidad, la vida hecha, reconocimiento… La bella nada que es Julie, sin embargo, no deja de ser eso: nada. Un recipiente para las esperanzas de otro, en el mejor de los casos. Por eso llora cuando se va de la exposición de su pareja que abre el segundo capítulo de la película. El recurso de escape no es ajeno a quien tenga la edad de la joven. Alcohol, vida nocturna y búsqueda de cambios drásticos, marcados por el destino, en este ambiente de quienes todavía no han sentado la cabeza. Forzar un olvido vívido, en el caso de la noruega colándose en eventos a los que no está invitada para que sea esa oportunidad indefinida que busca la que quizá se cuele en su vida.

Eivind (Herbert Nordrum) aparece como un punto de anclaje del radical libre que es Julie. Así, le sirve para ser la peor persona del mundo un rato. Más bien, para explorar cuándo pasará a serlo. Con él protagoniza la escena más poderosa de la película. Un juego de Trier y Vogt basado en encontrar el límite de la infidelidad. Ambos personajes atacan y contraatacan. La intimidad se va extendiendo, a veces grosera, a veces cándida, hasta que comparten el humo de una calada. La sutilidad del recurso es brillante y desemboca en una separación de caminos que deja a la protagonista en el lado de la decencia formal.

Julie, la NPC

En los tres siguientes capítulos se puede ver cómo la protagonista vive pequeños triunfos seguidos de descalabros. Se contempla cómo deja que la vida pase sin que a esta le importe su existencia. El abandono paterno es una situación concreta de Julie, pero la forma de afrontarlo, o de no hacerlo, es más común. Su padre, separado, es esa persona que siempre necesita que se preocupen por él, cuya prioridad es la propia. La joven es el segundo plato tras su hermanastra y su docilidad lleva a que no haya enfrentamiento. Pero esta vez los feos del hombre le llegan con una pareja que no se calla. No es ella quien actúa sobre su problema, se limita a observar cómo otro lo asalta.

En el transito por este agujero personal es cuando Eivind reaparece, de casualidad. Le propone a Julie una salida de una situación que le vale pero también le aburre. Trier, literalmente, para el mundo para su protagonista. Para que huya hacia adelante de nuevo, al menos en su mente, junto a Eivind. Solo ellos se mueven, idealizan la alternativa al presente. Porque los hijos del milenio se distinguen por solucionar sus crisis existenciales generando otras nuevas.

La elongación temporal del director recrea tanto una paja mental de Julie como la decisión de dejar a Aksel. De nuevo, Julie proclama que el problema es ella. Porque es la peor. Porque, por fin lo dice, se siente un NPC (personaje no jugable de un videojuego), un personaje secundario de su propia vida. En definitiva, porque es mejor ser la villana que afrontar la verdad tras la ruptura. Que no quiere ser madre, que se siente diminuta ante el inteligente escritor, que no sabe lo que quiere pero esto, justo esto, no.

El sentimiento de culpa occidental

La insistencia en culpar a los millennial es llamativa. Siempre se ha hablado del judeocristianismo y vainas similares que hacen de la contrición una sensación básica en este continente. Sin embargo, en este caso puede ser más un discurso generacional que cultural. Es a través de Einvid que Trier y Vogt narran, con cierta guasa, cómo se ha cargado sobre las espaldas de los hijos del milenio el sentimiento de culpa occidental.

Cuando se lee cómo coger un avión va a destrozar el medio ambiente, cuando se escucha que comer cierto tipo de carne es devastador o cuando se ve que ese plástico que tiraste en el contendor equivocado ha provocado la extinción de una especie, el peso de los errores de la sociedad se cargan en los hombros del individuo. Ese es el sentimiento de culpa occidental. Las generaciones progenitoras de los millennial se encargan de administrarlo sin piedad a través de medios. Luego, se echa en cara la debilidad, el «cristal» del que están compuestos estos, cada vez menos, jóvenes. El problema es que, a diferencia de la Gen Z o los boomer, Einvid y Julie se han creído que, por muy NPC que sean, sí que son responsables directos de los males creados por otros.

La compañía es una forma de asumir esta culpa eterna. Con ella gestiona la nueva, además de precaria, pareja su nuevo día a día. Sin embargo, en otra poderosa escena del capítulo octavo, Julie sufre un fallo en Matrix. Su ira, toda la culpa femenina que le han hecho sentir desde el antiguo testamento, explota en un colocón de setas menstrual. Vuelve a recordar a Fleabag, por la irreverencia y por romper la cuarta pared, pese a la diferencia en cómo lo hace la británica. Posiblemente ambas pensaran la una de la otra que son unas imbéciles, pero no tanto como ellas mismas.

La cancelación del lince

Los capítulos 9 y 10 ahondan en otra constante millennial: la cancelación. Trier comentó que tuvo que desenlazarse de Aksel cuando Reinsve leyó el guion. Por bien que escriba personajes femeninos, en esta ocasión necesitó la revisión de la intérprete para bajar la idealización del cuarentón. Así, la soberbia del dibujante en televisión, ante las acusaciones de censoras públicas, le meten en problemas. Por un lado, las inquisidoras hacen ese revisionismo woke, motivado por la culpa antes mencionada, que tanto ha machacado el mundo cultural últimamente. Por otro, él se niega a reconocer que, en efecto, su obra pueda resultar ofensiva en el presente.

El eterno círculo de autosabotaje de Julie se reactiva con este lance televisivo, que contempla con cierto alucine en la mirada. Einvid no es inteligente. Es un tipo muy normal y la protagonista se torna de nuevo en la peor persona del mundo para humillarle. No quiere la arrogancia de Aksel, pero los ánimos tan poco intelectuales del chico respecto a algo que ha escrito desembocan en un ataque brutal.

La maternidad y la muerte

El origen de nuevas vidas y el final de la existencia son las problemáticas que centran los dos últimos capítulos. Dos extremos que se diferencian en mucho, pero que se unen por la forma en que se abordan en la generación millennial: el miedo. Reinsve y Danielsen se lucen en un reencuentro entre tierno y profundo. Desde luego, para ella es epifánico. El film ha llevado a Julie por un mar de huidas y es solo tras quedarse embarazada por accidente y saber que Aksel tiene cáncer que logra echar el freno.

La charla en la mesa del parque del hospital sobre la muerte es muestra un sentimiento intergeneracional. Desde hace décadas, morir es un tabú porque se vive muy bien y mucho. Por eso, cuando se acerca, es tan aterradora. Aksel no tiene nada que perder y Julie necesita a alguien con quien poder hablar sin consecuencias. Por eso le confiesa el embarazo y, por lo mismo, él le anima a que deje de temer y lo saque adelante.

Aunque actúa de buena voluntad, Aksel no cae en que precisamente lo que no quiere su ex es ser definida por la maternidad. Tener descendencia o no está fenomenal, el problema es que no sabe si es ella quien decide o son factores externos. Sea como fuere, los halagos del moribundo parecen convencer a Julie de que, al final, no es la peor persona del mundo. Solo una más. Para él, de hecho, la mejor. Los ánimos provocan que, por primera vez, de la cara. No es capaz de decidir, pero sí de intentarlo. Madurar es esto, aunque se haga tan tarde como lo suelen hacer los miembros de la generación Y.

La libertad de ser mayor

Huir de los problemas, la falta de límites en decisiones vitales, la gestión de las relaciones, tener hijos, la precariedad, la culpa impuesta… Julie, como muchas otras personas de su generación, responde a los problemas con una suerte de adolescencia extendida. Finalmente, madura, sí. Pero no es ella quien actúa. Es la casualidad, hay quien lo interpreta como destino, la que salva a la muchacha. La que ha salvado a tantos millennial.

Aksel acaba muriendo y, al tiempo, ella sufre un aborto espontáneo. Puede que si no hubiera ocurrido ni lo uno ni lo otro, hubiera seguido con un Einvid al que no respeta. Ambos hubieran sido moderadamente infelices, quizá habrían aguantado unos años. A lo mejor no. Pero, la sonrisa que sigue al sangrado es la de quien acepta lo que quiere. Hay quien tachará a Julie de ser la peor persona del mundo por alegrarse de abortar. Bien por ellos.

Esta comedia romántica, antirromántica mejor dicho, termina con un final que se acerca a lo feliz. Julie al final consigue un trabajo, como fotógrafa. Está en un plató, mascarilla COVID incluida. Tiene confianza, gestiona a la actriz a la que apunta con la cámara con soltura. Por una cristalera ve a Einvid, que ha sido padre. No hay rencor ni malicia. La chica ha logrado pasar de los 30 y tener el rumbo de su vida en su mano. Su ex, parece que también. Al final, no es huir, sino dejar ir y valorarse un mínimo, lo que lleva a ser un poquito libre a la protagonista de La peor persona del mundo.

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