Cualquier millennial español que se precie creció viendo en la pantalla pequeña espectáculos de una ranciedad atroz. Galas de José Luis Moreno o sucedáneos que hacían de la noche del sábado un eterno fin de año. Un mito de lo pasado, de lo que era el lujo antes de que los años comenzaran en dos, que la Gen Z ha conocido también, aunque sea por los relatos de primos o hermanos mayores. Por eso ver Lunas de hiel es navegar por un océano de sordidez con cardados que resume con eficacia los recuerdos, seguramente falseados, de una època.
La opulencia y los extremos
Polanski, un director del cual no se entrará a valorar su miseria humana pero cuya maestría artística es innegable, no tuvo en Lunas de hiel, Bitter Moon en inglés, su mejor obra. En su momento recibió críticas mixtas y no logró el éxito comercial. Sin embargo, posee una notable fuerza que brota de la mezquindad y suciedad moral que despliegan sus personajes.
El ambiente donde se desarrolla el presente de esta fiesta de sexualidad y desprecio por el otro es un crucero de lujo. Una decisión acertada pues permite unir a la terrible pareja formada por Oscar (Peter Coyote) y Mimi (Emmanuelle Seigner) con la compuesta por Fiona (Kristin Scott Thomas) y Nigel (Hugh Grant). Los primeros son un escritor americano fracasado en silla de ruedas y una bailarina metida a camarera. Los segundos, una aparentemente anodina pareja de británicos.
Lugares contradictorios, los cruceros de postín pueden ser tan extremos como ambos matrimonios. Hay quienes se mueven con naturalidad entre el lujo y quienes descuadran porque no es su jungla habitual. Están aquellos que respetan al servicio y aquellos que lo desprecian o usan como piezas de carne. La opulencia corrompe y este tipo de buques están repletos de ella. Es su oferta principal. Al mismo tiempo, aíslan a sus pasajeros. Se encuentran repletos adónde ir, pero ninguno para escapar. Salvo que la huida sea definitiva y por la borda.
Decadencia en presente y en flashback
Mimi es una femme fatale de libro. Un tipo de mujer que ha dado la vuelta a las amenazas que la sociedad le impone para ser ella la amenaza. Ya lo decía la Velvet. Seigner, mujer en la vida real de Polanski, hace un despliegue de sexualidad digno de décadas pasadas. De ser una presa, débil y naif, es convertida en una depredadora vengativa por Oscar.
El escritor huyó de su mediocridad a París, siguiendo los pasos de gente a la que no le llegaba a la suela de los zapatos. Como buen niño bien, ya crecidito, se obsesiona con una musa inventada mientras se acuesta con cualquier mujer que se ponga a tiro. Esta historia se la cuenta Oscar a Nigel a través de flashbacks que componen el núcleo más poderoso del film. La luz, clara en el crucero, se torna más sinuosa cuando viaja al pasado de la capital francesa.
Sentir algo de lástima por Mimi es posible, sentirla por Oscar hace que sea recomendable ir al psicólogo. El hombre usa a su amada, largamente buscada tras un accidente, hasta que se aburre. Entonces la abandona de las más crueles formas. Finalmente, protagoniza una escena en un avión que podría haber usado el rótulo de «ella no lo haría».
La venganza de Mimi es terrible y física. Es curioso cómo ella usa el abuso físico mientras que él se centraba en el psicológico, con alguna breve excepción. Sea como fuere, Oscar atrae a Nigel a su torbellino. Un juego de seducción a la antigua, que suena con la voz y los coros femeninos Leonard Cohen, narrado con una sordidez que ya no se estila, como la de Venus in furs. La banda sonora, conste, es de Vangelis, lo que añade un nuevo toque ochennoventero.
Año nuevo, vida muerta
En ningún momento ni Nigel ni Fiona lleguen a ser muy creíbles, pero funcionan como las marionetas de dos degenerados. Pero antes de seguir, cabe resaltar que la época del año no es otra que el final del mismo. Nochevieja en un crucero, una ocasión perfecta para fingir ser feliz, deprimirse o dar rienda suelta a lo más hortera que se pueda. Un momento de patetismo exultado. La mayor declaración que puede hacer la decadencia moral de Occidente.
Es entonces cuando llega el peculiar clímax, que deja a Nigel como el patán que es. Idiota, como tantos otros lo han sido en realidad o ficción, se ha comido el gambito de la femme fatale. Enamorado, sus opciones de emular los relatos húmedos de Oscar se van tan a pique como el Titanic. Pero, ahí está Fiona para tomar un lésbico relevo. Es fin de año, están en alta mar, la decencia se quedó en el puerto y el otoño.
La celebración del patetismo occidental termina en la habitación de Oscar y Mimi. La historia de estos, también. La muerte asedia el camarote. No se puede decir que suponga una sorpresa, pero el guion exigía que ocurriera. Al final, todo era una especie de chiste macabro, acorde al tono de Lunas de hiel. La pareja anodina se abraza, saluda a una niña monísima incluso. Han superado la mayor prueba que puede poner esta sociedad a la sanidad mental de una persona de clase media, celebrar un fin de año en un crucero y no morir en el intento.