«Olemos a mierda»: ‘As Bestas’, más allá del thriller

'As Bestas' es un buen thriller, pero es también mucho más. Eso es lo que se analiza aquí. El mucho más.
Análisis de As Bestas

As Bestas estaba llamada a ser una de las películas del año. Suele suceder con la dupla formada por Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña, al mando de la dirección y el guion. De su mirada y sus manos han salido otras grandes producciones: Que Dios nos perdone (2016) o El Reino (2018) en la gran pantalla, Antidisturbios (2020) o el tenso primer episodio de la antológica Apagón (2022), ambas ficciones de Movistar Plus+, en la pequeña.

Saben lo que hacen y la última prueba es este thriller dramático ambientado en el interior de Galicia, donde una confrontación entre vecinos llena la pantalla y asfixia, por momentos, al espectador, con esa eterna sensación de que algo está a punto de suceder. Como relato de suspense, As Bestas es incuestionable. Pero, si la película se queda en la memoria de quien la ve es por el drama que la sostiene. De eso habla, sin cuidarse de spoilers, este texto: de As Bestas más allá del thriller. La crítica, aquí.

«Vinieron a conquistarnos porque creían que éramos unos tarados de mierda»

As Bestas
Imagen promocional de As Bestas

La vida en las aldeas, en los pueblos de eso que llaman la España vacía o vaciada (términos cada vez más discutidos), suele suceder como narra Rodrigo Sorogoyen en esa primera escena del bar y todas las que siguen. Aldeanos que, después de la jornada laboral, van a la taberna del pueblo y juegan al dominó, echan la partida, toman unos vinos y charlan de los problemas de siempre y de otros nuevos que van surgiendo, porque incluso en los lugares más aislados estos surgen. El problema en esa aldea gallega está personalizado en el francés. Dice Xan (Luis Zahera) que los franceses, ya en siglos pasados, “vinieron a conquistarnos porque creían que éramos unos tarados de mierda”.

Ese verse menospreciado por personas que de algún modo han hecho ver que se sienten intelectual y moralmente superiores es uno de los problemas. Importa poco que sea francés, aunque la Historia no hace sino apuntalar ese rechazo. Pero esta película no va de xenofobia sino de la mirada urbana frente a la rural. La mirada del listo frente al “tarado de mierda”, como dice Xan, como después llama Antonie (Denis Ménochet) a Loren (Diego Anido) en un arranque de rabia. Nunca llega, ni seguramente llegaría, tan lejos como los hermanos. Busca sobre todo defenderse, pero en esta defensa hay un punto de provocación, de creerse mejor. Y eso molesta. Molesta, en parte, porque quienes están allí no han tenido oportunidad de ser otra cosa que un «tarado de mierda». «A ti te dio esa labia y a nosotros nos dio por el culo», le dice Xan, y también se lo recuerda un guardia civil a Antonie. No te pases de listo, porque eso molesta.

Las buenas pero sordas intenciones de Antoine

Antonie no tiene malas intenciones. Desea genuinamente vivir allí y trabajar por el pueblo, llevando a cabo proyectos como la rehabilitación de esas casas que se caen a pedazos. Para el pueblo, dice. La intención es buena, pero no escucha. Así que su intención se queda en algo parecido a ese todo para el pueblo, pero sin el pueblo que recuerda a siglos pasados, un poco antes de que los franceses vinieran a conquistarnos. No escucha cuando le explican que nadie querrá vivir en esas casas, que lo que quiere la inmensa mayoría de los pocos habitantes que quedan en la aldea es escapar de ese lugar con el que él había soñado.

Su sueño es lícito, pero ignora la realidad frente a la que se sitúa. Él, que acaba de llegar, quiere quedarse. La mayoría de quienes han vivido allí toda su vida quieren marcharse. Será que él no lo conoce y los demás sí, o será que él tiene una situación que los demás no tienen. Porque allí no hay nada y porque los sueños, la mayoría de las ocasiones, solo se sostienen desde el privilegio.

El francés tiene razón en varios aspectos. Ese lugar de naturaleza abrumadora es una joya y hay que cuidarlo. La compañía eólica no es más que un agente extranjero intentando aprovecharse de la desesperación de los vecinos, proponiendo un negocio en el que “los únicos que se forran son los de siempre”. Los ricos aprovechándose de los pobres, y los pobres discutiendo entre sí porque hay quien pasa por el aro y hay quien no. Antonie tiene razón, pero, y esta es una de las preguntas que persigue As Bestas, a uno le cuesta decidir qué vale más. Si esa tierra que es un tesoro natural o la desesperación de quien lleva sufriéndola cincuenta años. Qué dignifica más: plantarse ante quien sabe que puede aprovecharse de ti o tomar el camino hacia lo que parece un futuro más feliz, aunque eso signifique pasar por el aro.

“‘Esta es mi casa’. Lo dijiste como si fueras el único al que le importa esto”, le recrimina el gallego, en la que posiblemente sea la mejor escena de la película. Una escena larguísima de plano fijo, que recuerda al primer capítulo de Malditos bastardos, en la que Xan y Antonie se sientan a hablar de las posturas de uno y otro. “Esta también es nuestra casa, desde muchísimo antes de que llegarais”, continúa Xan, y el espectador lo entiende. Porque uno puede amar y odiar el hogar donde ha nacido y se ha criado, y puede entenderse el rechazo que le despierta quien llega de fuera a decirle lo que tiene que hacer con ese hogar.

«Aquí no se puede, aquí no hay nada»

Imagen promocional de As Bestas
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Así que los habitantes de esa aldea gallega quieren irse de allí porque allí no hay futuro. Cuando se les ofrece una alternativa, lo ridículo, sienten, es no cogerla. Y tanto da que se estén aprovechando de ellos si ellos también se aprovechan: cogen el dinero y se van. A vivir mejor, porque “aquí no se puede, aquí no hay nada”, dice Xan.

“El dinero nos importa como a todo el mundo”, dice la francesa Olga (Marina Foïs), cuando les tientan de nuevo con la venta. Se siente injusto esto, porque tanto Olga como Antonie no dejan de hablar desde la posición privilegiada de quien ha podido elegir dónde vivir y cómo. Quienes llevan allí toda la vida están cansados de ser “unos desgraciados”. Los recién llegados han romantizado ese lugar desde el privilegio de quien no ha tenido ni tiene que sufrirlo. Y eso, otra vez, molesta.

Imagen promocional de As Bestas
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El problema no es el extranjero, el problema es el forastero que “lleva jugando a las granjas dos años” y que ni conoce ni entiende el lugar que dice amar porque, sienten quienes sí lo conocen, solo lo conoce desde el privilegio. El privilegio de la elección: él ha podido decidir dónde vivir. El privilegio del día a día: se levanta cuando ya ha salido el sol y se toma un café frente a las montañas. Xan se levanta a las cinco de la mañana, como lleva haciendo su madre setenta años y como le tocará seguir haciendo hasta que se muera, como Breixo, en el monte. No tiene ya ganas de admirar las montañas.

“Olemos a mierda aquí. Olemos a mierda”. Porque allí no hay nada, ni siquiera una oportunidad de marcharse sin sentirse un irresponsable o un desconsiderado que abandona a su madre, con sus vacas, en busca de un futuro diferente. Puede que mejor. No hay felicidad allí para quien le salpica la mierda que acompaña a ese lugar idílico, porque en todos los lugares hay mierda, solo que esta mierda no toca a todos.

As Bestas, retrato de la despoblación

Imagen promocional de As Bestas
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Pretendido o no, As Bestas es un retrato de la despoblación más cruel que asola España, especialmente las regiones de interior. Un estudio de la Secretaría General para el Reto Demográfico ya señalaba en 2020 que de los 8.131 términos municipales que hay en España, 5.102 habían perdido población en las dos décadas del siglo XXI. Y apuntaba más cifras: 6.815 de esos 8.131 concentran solo un 12% de la población total del país. Esto va a peor. La emigración a las ciudades sigue produciéndose, porque allí no se puede, allí no hay nada.

“Aquí se vive bien”, señala Antonie en un momento dado. Y es cierto: vive bien quien puede vivir bien. El aire puro, el paseo por el monte, el baño en los ríos, el sol, el tener a la persona que quieres, el leer un buen libro. Claro que vive bien quien no sufre la otra cara de la moneda. Breixo, mucho más cercano al francés que otros, le contradice sin buscar con ello la confrontación: “La tierra demanda mucho y le consume a uno”. Porque allí vive bien quien vive bien. “Los que hay se quieren ir y los que no, se mueren”, señala también. Es otro de los problemas de esa España vaciada que cada vez lo es más. Porque allí no se puede, allí no hay nada, así que la gente se marcha, y quien no se marcha termina por morirse. Si esto no se detiene se llegará a decir que allí no se puede, porque allí no hay nadie.

Esta es otra de las preguntas de As Bestas. Considerando que allí podría vivirse bien si uno contase con las condiciones humanas adecuadas, cuáles son esas condiciones (a bote pronto: trabajo digno, servicios, tiempo libre de calidad) y qué puede hacerse para que los habitantes de esos lugares dejen de querer o tener que irse de sus hogares.

Quedamos nosotras, ¿qué hacemos?

Imagen promocional de As Bestas
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As Bestas cambia radicalmente en su segunda mitad. Se vuelve más pausada y menos violenta. Cambia cuando cambia la mirada: Olga es quien nos guía entonces. Ha perdido a Antonie, pero quiere seguir viviendo allí, aunque eso le enfrenta directamente a su hija. Marie (Marie Colomb) tiene miedo, ya han asesinado a su padre, cuyo cuerpo está desaparecido, y temen que puedan hacer lo mismo con su madre, que está allí sola. Sufriendo, piensa.

Otra de las grandes escenas de la película se da entre ellas. Frente al plano fijo de unos hombres que no han dejado de moverse con violencia, entre ellas, en esta escena, hay dinamismo, cambio de miradas, algo de violencia, incluso. Estalla cuando hablan, al contrario de lo que sucede con los hombres. Olga y Marie discuten y esta última señala algo que tal vez haya pasado por la cabeza del espectador: se ha dejado llevar toda su vida por Antonie. Ha dejado que él decida y sigue decidiendo incluso cuando está muerto. Uno casi espera que Olga reconozca esto, que abra los ojos y se marche con su hija, quizá por la costumbre de verlo tantas veces antes. Pero Olga se mantiene firme y frente a su hija sitúa sus principios, sus creencias y su propio bienestar. Frente a la madre, sitúa a la mujer.

Imagen promocional de As Bestas
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Olga está haciendo lo que quiere hacer, vivir allí y buscar a su marido, a quien amaba. Demuestra que eso no la anula como ser independiente, como mujer, ni la coloca ni la ha colocado nunca en una segunda posición. Cuando él falta, ella sigue cultivando. Decide probar nuevas vías, incluso. Sufre, claro, pero es también su dolor. “Siento envidia del amor que os teníais”, reconoce al final su hija, como una verdad y como un reconocimiento a su madre como mujer.

Otra de las escenas que podrían justificar la película al completo tiene lugar al final. “Usted se queda sola como yo”, le dice Olga a Anta (Luisa Merelas), la madre de los gallegos, porque el cuerpo de Antonie ha aparecido y ellos van a ir a la cárcel. Frente a la violencia anterior, la mano tendida. “Quedamos nosotras. ¿Qué hacemos? Yo estoy ahí, si lo necesitas”, y ni esta historia ni el espectador necesita que esa mujer que lleva oliendo a mierda 73 años responda. Las mujeres, las madres, las que siempre están ahí. De esto también va As Bestas.

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