Dos piedras y un paisaje desolado. Una más grande y grisácea, otra algo más pequeña y parda. Si alguien no quiere comerse spoilers de Todo a la vez en todas partes, o de cualquiera de las películas de las que se hablarán, mejor que pare de leer. Además nada tendría mucho sentido. Dicho esto, de vuelta a las rocas. Porque no son unos pedruscos cualesquiera, son una inmigrante china y su hija. Son la versión de Evelyn (Michelle Yeoh) y Joy (Stephanie Hsu) en un universo donde no se desarrolló la vida. Más allá del gazapo, quizá buscado, de que haya un hierbajo, los Daniels logran crear un entorno tan íntimo como idiota.
En él todas las Joys unidas, el ser conocido como Jobu Tupaki, habla con Evelyn. La última está ya curada de espanto, quizá cansada, y al mismo nivel que su hija. Navegando por el multiverso, ha acabado aquí. Todo paz. Pueden permitirse charlar. A través de rótulos, como si de un meme se tratase, se ve una conversación profunda. La conclusión es que la ciencia es una putada. Cada descubrimiento, dice Jobu Tupaki, es un “recordatorio”. ¿De qué? “De que somos estúpidos y pequeños”, completa Evelyn.
Esto machaca y cualquiera al que le guste pensar en la cama bien lo sabe. Produce un nihilismo al que está muy acostumbrada una generación millennial de la que Joy, o Jobu Tupaki, es parte. Al final, se puede percibir como algo inevitable que sea percibida, quizá, como la peor persona del multiverso. Como Julie (Renate Reinsve) de, precisamente, La pero persona del mundo. Otro film que tiene mucho de existencialismo, aunque desde el prisma de una comedia antirromántica. Ahí es donde conectan las dos producciones. En esas jóvenes que se vieron en un mundo, o un multiverso, de infinitas posibilidades y no supieron asumirlo. Por eso ambas son como Hacienda: todos somos ellas.
Lo contingente y lo necesario en el siglo XXI
Julie no sabe qué quiere. Joy/Jobu Tupaki parece que sí, pero tampoco demasiado. Al fin y al cabo, el sindiós de Todo a la vez en todas partes bebe de la contradicción tanto como lo hace La peor persona del mundo. Estas situaciones encontradas vienen de dos ámbitos.
El primero es el contingente, el mundano. En ello ahonda mucho mejor la cinta de Joachim Trier. El noruego sitúa a una Julie que cambia de carrera muchas veces. Porque puede. Da tumbos sentimentales en una pugna entre lo que debe hacer, algo tan nórdico, y lo que le apetece. Porque puede. Le cuesta decidir, la duda es el método. Muchas posibilidades, pocas certezas, mucho sufrimiento y siempre esa sensación de que está desaprovechando las infinitas alternativas que le ofrece el mejor de los mundos posibles que es la socialdemocracia. De que no creará nada parecido a un legado.
Por su parte, la Joy de la Evelyn protagonista, la que motiva a esta durante toda la película, se ve en una encrucijada parecida. Sin embargo, no es la prota, sino una secundaria muy importante. Aquí se ve lo castrantes que pueden ser los intentos de “ayudar” de la progenitora. La mala comunicación a pesar del cariño. Que la sociedad dirá lo que quiera, pero su madre sigue llamando “buena amiga” a su novia. El mensaje de la oportunidad infinita se queda en lo que es: buena publicidad por parte del sistema, al que representa genialmente el soberbio personaje de Jamie Lee-Curtis en el universo central.
Por eso ambas son dos adolescentes eternas, por eso lo somos los millennials y apuntan a serlo sus sucesores. Porque no se dan respuestas hasta que es demasiado tarde. Y si no se pueden responder a esas respuestas que surgen de la contradicción de lo cotidiano, imagínese qué pasa con las grandes preguntas. Con lo necesario, lo trascendente. Julie opta por pasar, por aguantar la grandilocuencia de Aksel (Anders Danielsen Lie), el reflejo del heteropatriarcado amable, y lo naif de Eivind (Herbert Nordrum), la simplicidad hecha hombre. Nadie le da respuestas y prefiere pasar por alto todo ello. La vacuidad, esa cosa tan típica de los treintañeros.
Jobu Tupaki se ve obligada por los abusos en los experimentos que con ella se hicieron en el universo Alpha a enfrentarse a lo trascendente. Pero al final, como se ha dicho al inicio, cuando le plantea esto a su madre no obtiene respuestas, sino que las da. Usando el pragmatismo, no le queda otra que rendirse a la evidencia de que somos “pequeños y estúpidos” y cuanto más inteligente se es, más cuenta se da uno de ello. Encima lo ve todo a la vez y al mismo tiempo. Se da cuenta de lo nimia que es todo el rato en todo el multiverso. Es el metanihilismo. Normal que cree un bagel para destruirse al tiempo que quiera atraer a su madre para que le haga compañía. Porque es una base psicológica aceptada que los hijos busquen respuestas en sus padres.
Drama intergeneracional, el drama de moda
Seguro que a muchos se les habrá venido a la cabeza otro dúo de madre inmigrante china e hija a la cabeza. Claro está, se trata de Red. Mei Lee, la alocada y responsable estudiante, se enfrenta a una maldición, trascendente, mientras lidia con los tabúes y novedades de la adolescencia femenina, lo contingente. Ming Lee, su madre, es como Evelyn. Mucho amor, mucha protección y muchos errores. Vamos, que drama generacional. Al final, todo es muy pero que muy parecido en el desarrollo de fondo de Todo a la vez en todas partes. Hay final feliz, pero a costa de darse cuenta de cuánto ha errado, de muertes, de destrozos. De sufrir.
La bondad, que en el film de los Daniels está representada y caricaturizada en el cónyuge de Evelyn, Waymond (Ke Huy Quan), acaba siendo la solución. Esta lleva a la aceptación que salva el día en Red. Porque ambas madres fueron jóvenes y están pagando el pato con sus chavalas. No en vano, cabe recordad que la Evelyn protagonista es la peor de todas versiones, la que se ha equivocado en todo.
Para Julie, que tiene la suerte de ser solo la peor persona de un planeta, el drama intergeneracional es igualmente dramático. A su madre la envidia porque no tenía que elegir tanto y ha superado sus dudas. Mientras tanto, su padre le ha hecho mucho daño, hito que comparte con Evelyn, atormentada por su estricto progenitor a lo largo de los universos. En todo caso, de este agravio masculino surgen los tormentos de la relación con Aksel, mayor que la noruega y que representa en cierto modo una figura idealizada. Menos mal que Renate Reinsve metió mano al guion y suavizó esta faceta. Trier y su coguionista, Eskil Vogt, contaba la actriz a El País, tuvieron la humildad de acudir a ella para redondear una historia sobre una treintañera que al fin y al cabo habían escrito dos cuarentones.
Algo común en los tres casos es una nueva contradicción con las infinitas oportunidades, y los multiversos que ello genera, de fondo. Porque tanto los progenitores como el sistema tienen paciencia y apoyan ese “sé feliz” y “crea tu propio camino” tan vendido por la idiosincrasia Mr. Wonderful. Pero, tras un tiempo, se pide éxito. Se les invita a esperar, pero… Y ya se sabe que cualquier palabra que venga tras este término es lo que importa. De este modo, el conflicto intergeneracional se aumenta a través de lo cotidiano y acaba afectando a lo trascendente.
Al final todo da igual
Entonces, por qué hay finales felices o, al menos, solo agridulces. Si el cóctel en el que viven estas jóvenes, que podríamos ser todos, es tan complicado, resulta complicado concebir que pueda no acabar todo fatal. La respuesta es la inevitabilidad que Thanos, el gran villano del Universo Cinematográfico de Marvel, tanto valoraba. Simplemente, hay que asumirla en su verdadero significado.
Es inevitable que todo resulte absurdo ante los argumentos de Jobu Tupaki en forma de roca. El avance científico ha llevado al ser humano de ser el niño bonito del panteón religioso de turno a ser solo una colonia de células autoconscientes en uno de muchos universos, todos ellos finitos. Abruma, claro está. Pero no queda otra que ceder y bajar la vista. Descenderla a lo contingente y reírse un poco. Buscar el sentido a través de las relaciones humanas. Suena cursi, pero es lo que permite tanto el limitado libre albedrío que posee el ser humano como la infinidad multiversal que tienen la madre e hija de Todo a la vez en todas partes.
Julie al final decide aceptar que no quiere ser madre, aunque no lo haya decidido. Se ha permitido hacerlo y por eso puede llevar a cabo el ejercicio de asumir lo que desea. Además, hasta encuentra una vocación, un modo de vida. La peor persona del mundo al final es una mindundi que solo quiere pasar el rato.
Evelyn y Joy, finalmente, también bajan al lodo primigenio de lo cotidiano. Allí es donde hacen las paces. Donde evitan un agujero negro que tiene mucho de depresión. Porque hablan y aceptan que no hay respuestas a todo. Les queda claro, de hecho, que no hay contestaciones a casi nada. Lo que pueden hacer es ser su mejor versión en aquello en lo que tengan mano. En lo contingente. No hace que lo trascendente quede olvidado, pero se equilibra. Hace que dejen de ser las peores personas del multiverso porque saben cómo llevar la paz a muchas de sus versiones.
Volviendo a las piedras, solo hay que recordar cómo contesta Jobu Tupaki en forma de roca a su madre en el diálogo referenciado al principio. A eso de que cada descubrimiento es un recordatorio de lo “pequeños y estúpidos que somos”. Estas palabras de Evelyn las completa la Joy multiversal: “Y quién sabe qué nuevo y gran descubrimiento será el siguiente en hacernos sentir mierdas más pequeñas y estúpidas”. Efectivamente, pero todo lo anterior añade el punto necesario para poder seguir viviendo con ello: somos mierdas, pero inevitables.